En pleno verano, en agosto, la noche cambia las costumbres de lo vivido en otros lares. Siempre que puedo, me baño en el océano. Cada oportunidad de sentir el frío del agua es como un pasaporte que me lleva a otras glorias. Como aquel día que -por un momento- me imaginé en mi galeón privado -conquistando tierras jamás pisadas, civilizando seres que defendían unas raíces, vidas llenas de emociones silvestres-, aunque enseguida me dí de bruces con mi pequeña barquichuela de pesca, con la que me gano la vida.
A poco que uno se deje llevar por la fantasía, todos los deseos que visten particularmente nuestro círculo interior, brotan como una película. Cuando lo hago, me parece volar. Sueño, vivo, anhelo, cumplo, consigo... He renovado unas naves que hace tiempo quemé, y hoy -con el sonido de los timbales- me baila el corazón impregnado del aroma que la madera desprende al arder.




Hoy... que rozo la presencia de otras almas llenas de locura ingrávida, completas de sueños alcanzables, cuarteadas por lágrimas secas; salto para atrapar una estrella, con las manos vestidas de arena. Hoy... que me miras fascinada por mis bigotes, mi mohosa ropa y mi rostro plagado de líneas de historia, te anuncio que he muerto tantas veces como te imaginé aquellas noches de verano.
Hoy... esta noche... que lo muertos se mueven en sus cajas, que resurgen espíritus de entre las aguas del cabo, que huele a aceite quemado en la torre del faro; te digo que me abraces fuerte, y miremos las constelaciones que dibujan el cielo.

El vino caliente -sellado en mi boca- hace que me tiemblen las manos cuando te buscan entre las sombras de humo del fondo de mis bolsillos. Vuelvo a mi barcaza, que -dejándose arañar por las olas- sigue a flote como mi vida, en una noche de verano.


A veces recuerdo los kilómetros recorridos. La cantidad de atardeceres, las puestas de sol en distintos entornos pero con igual esencia. Quedarte mirando fijamente cómo cae sobre el horizonte -sin fruncir el ceño- me ha llevado a ver ángeles con formas estrelladas. Sentir el calor sobre mi cara, y si hay Levante... respirar la mezcla de yodo que llega a los pulmones.
Cada jornada, con el "infiernillo" a pleno rendimiento que hace brotar el café como líquido maravilloso en una mañana fresca. Miro por las ventanas de la casa móvil y el día me invita al espectáculo de la tenue llovizna, que forma una película entre mi vista y algunos surfers madrugadores que no se permiten perder las primeras Olas del día. Por ejemplo, la Playa del Palmar en una mañana de diciembre con un mar que parece a punto de salir volando sobre nuestras cabezas; enormes andanadas de agua feroz que me llevan a contemplar un milagro natural que parece extraído de un experimento, como es la vida.
Antes de haber vivido en una cueva, no puedes imaginar hacerlo. Cuando el techo, paredes y suelo -con un mismo color - visten tu casa; ese es tu Todo!


La sensación de salir de la casa móvil, mientras la lluvia te empapa como una ducha milagrosa, descalzarse para sentir la arena mojada y caminar sobre la hierba que te envuelve aromatizándote, me hace concluir que una cueva tampoco sería mala cosa.
Saqué las cañas de pesca, una vez planeada la comida del día: Pescado. Daba igual el tipo o tamaño, aunque siempre he tenido "buen saque" una "doradita" me alegraría sobremanera. Lo primero será buscar un poco de cebo, alguna lapa y también sangre, vendría bien.
El ejercicio de lanzar, esperar y aprovechar para escuchar el silencio que predomina alrededor, es uno de mis favoritos. La recompensa de la pesca, produce una sonrisa en la cara de este viejo y la imagen de la pequeña chimenea expulsando un hilo de humo que sugestiona al paladar como un manjar digno de Rey, es el preámbulo hacia la tarde.
Ya nada tiene que ver con aquello. No hay casa móvil -aunque ni falta que hace- ahora ese hilo de humo es una humareda que llena la cueva. A veces huele a restaurante caro, marrón, de tierra... donde las paredes y el suelo se unen al techo y a mis pies, haciéndolos "uno solo" y la sensación que antes notaba al caminar descalzo por la arena, es tan distinta como mis pies llenos de callos y quemaduras. Ojalá fueran, todas ellas, por cada pieza que salió del agua y fue directamente al fuego y a mi estómago. No reniego de mi pasado, es el contorno de la sombra -que unas veces me persigue y otras me adelanta-, fina, doblada, larga y -con fuego- bailarina endemoniada